La vinculación teórica entre la oralidad y la búsqueda de un mejor proceso civil tiene larga data. Basta con remitirse a la figura de Chiovenda en la Italia de principios del siglo XX para confirmar que desde hace más de una centuria se vienen postulando las ventajas de un proceso oral con inmediación judicial efectiva y concentración. Tampoco pueden entenderse como novedosas las legislaciones que en el mundo apuestan por la oralidad en el enjuiciamiento civil. En efecto, ya la Ordenanza procesal civil austríaca de Klein, del año 1895, impuso el método oral en el proceso civil, y a partir de ella otras legislaciones siguieron este camino. Pues bien, el siglo pasado fue testigo de un extenso (aunque escasamente fecundo) debate que partiendo de la cuestión de la apuesta hacia la conveniencia o necesidad de la introducción de la oralidad en la Justicia civil derivó rápidamente en la propuestaasociada de una reforma del papel de juez en el marco de un proceso civil oral. Se instaló y expandió con facilidad la idea absoluta de la oralidad como lo bueno y la escritura comolo malo, en un discurso que trata a la oralidad y a la escritura como dos principios opuestos e irreductibles en términos de enfrentamiento y propugna al proceso oral como unaverdadera panacea ante los sistemas procesales vigentes que se consideran en crisis.